El futuro de los ingenieros

Recientemente, un grupo de profesores de Loyola realizó una visita a una refinería de nuestro entorno. En la cita, el director de la planta explicó los objetivos estratégicos y técnicos relativos a la modernización de la planta, como base para el estudio de posibles colaboraciones en el ámbito ingenieril.

Esta presentación gravitó en torno a una visión de la industria que no hubiera sido posible hace diez, quizá cinco años. Se planteaba la necesidad urgente de hacer migrar una infraestructura diseñada, planificada y documentada de manera sólida, centralizada y estratégica, hacia una arquitectura más flexible y dinámica, que admita la incorporación continua de cuantos dispositivos, algoritmos y procedimientos con beneficios potenciales se fueran detectando, hacia un modelo de industria digital totalmente renovado.

Este enfoque no nos sorprendería en un fabricante de teléfonos móviles, o en cualquier sector donde la exigencia de diferenciación del producto inspire un instinto de innovación constante. Pero en una gran refinería sí sorprende, al tratarse de un lugar donde el volumen, la seguridad, la fiabilidad y la robustez de los procesos son determinantes. Debería ser un monumento a la Ingeniería clásica.

Actualmente, la robotización de un proceso está a la mano de pequeños equipos de ingenieros

Si nos preguntamos cuáles son las causas y las consecuencias del cambio del que este ejemplo es síntoma, el otrora difuso término Industria 4.0 cobra pleno sentido. Sin pretender aportar otra definición más del mismo, entendemos que en este marco comprende un conjunto de factores, no todos tecnológicos, que por decantación en los últimos años han convergido hacia un movimiento de digitalización masiva. En la vertiente técnica, las innovaciones basadas en Machine Learning, Big Data, dispositivos IoT, realidad virtual y fabricación aditiva, parecen ser los vectores del proceso. Pero más allá de los avances tecnológicos, muchos de ellos presentes hace décadas, son la ubicuidad, la sencillez de manejo, la popularidad, la cultura maker y el bajo coste los factores que están permeando la manera de gestionar una infraestructura de producción. Actualmente, la robotización de un proceso, con la construcción de dispositivos mecánicos y electrónicos auxiliares, y el desarrollo de la inteligencia de procesado de datos o imágenes, está a la mano de pequeños equipos de ingenieros como los que encontramos a cargo de cualquier factoría, sin intermediarios, ni largos tiempos de programación, ni excesivos costes materiales, siempre que dispongan de la suficiente destreza e iniciativa.

Discutidas las causas de la disrupción, las consecuencias son tan impactantes como inciertas, y se suelen buscar en celebrados documentos premonitorios. Uno de ellos es el artículo de Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne sobre la probable desaparición del 47% de los empleos actuales durante la próxima década. Otro es el visionario libro sobre la singularidad del inventor Ray Kurzweil, amén de los frecuentes informes de McKinsey y The Economist y un creciente aluvión de publicaciones en los medios. Aunque en raros casos se decantan por si la creación de empleo neta será positiva o negativa, todas estas fuentes convienen que la mayoría de los empleos del futuro no existen actualmente, y que la cualificación requerida será radicalmente diferente a la que conocemos.

Hay que preparar a los futuros ingenieros para el pensamiento creativo y flexible

En este contexto, a las universidades nos asalta la inevitable pregunta de cómo formar a los ingenieros que conocerán incluso el siglo XXI. Al igual que la refinería, el cambio no lo vemos como una mera posibilidad, de la que conviene informar a nuestros alumnos, sino como un giro sistémico que se hace necesario y urgente y que requiere modificar ciertos preconceptos que configuran la visión actual de las profesiones técnicas.

En primer lugar, la programación de ordenadores se convierte en una herramienta tan fundamental como las matemáticas, y creemos que debe estar presente con algún grado de intensidad en la casi totalidad las materias del currículo. De hecho, no es para ser desarrollador de aplicaciones para lo que se prepara la mayoría de los ingenieros, lo cual justificaría la presencia aislada de una o varias asignaturas aisladas de informática, sino para resolver problemas complejos de muy diversa índole, para los que el concurso de la informática es un resorte decisivo al apoyar la evaluación de alternativas, la búsqueda del óptimo, la visualización, simulación, verificación y contraste de las propuestas, y en el mejor de los casos su análisis cognitivo.

En segundo lugar, hay que preparar a los ingenieros para el pensamiento creativo y flexible. Dentro del término “solucionador de problemas” con el que se califica a los estos profesionales, ya no cabe hablar de la aplicación de procedimientos normalizados de forma regular. Para cada problema técnico que se les plantea, los ingenieros pueden optar por aplicar soluciones existentes, lo que garantiza fiabilidad y seguridad, pero sacrificarían la oportunidad de aprovechar el momento tecnológico. Alternativamente, podrían recurrir a las tecnologías 4.0 bajo la promesa de eficiencia, flexibilidad, economía, conectividad y riqueza de información. El sacrificio en el segundo caso es el riesgo, la incertidumbre, el esfuerzo de reinventar una y otra vez los procesos, el coste del aprendizaje continuo, la imposibilidad de documentar y normalizar lo obsolescente, y el tiempo de experimentación para ajustar los nuevos postulados a la realidad.

Faltan en nuestra tierra los ingenieros capaces de aunar voluntades y crear empresas

Hasta hace pocos años, la tensión entre ambos enfoques se decantaba hacia un lado u otro según el tipo de industria, el volumen de la empresa, la antigüedad y prestigio de la firma y otros factores. A día de hoy, la opción clásica empieza a ser marginal, como ilustra el ejemplo introductorio. Y en las aulas se debe reflejar este cambio de paradigma, organizando una docencia donde predomine el aprendizaje activo, el aprendizaje basado en proyectos, la integración con Internet, la realización de trabajos multidisciplinares y la conexión con la industria.

Y, por último, pero no menos importante, debemos reforzar las llamadas soft skills en los futuros ingenieros. En nuestro país, debido al papel acomodado que estos han gozado tradicionalmente, no se ha dado suficiente importancia ni a las capacidades interpersonales, ni a la perspectiva humanista. Este déficit se ha visto compensado por la exigencia de los estudios y la normalización de los currículos, de modo que la marca de ingeniero español en su conjunto es reconocida en el aspecto técnico. Sin embargo, faltan en nuestra tierra los ingenieros capaces de aunar voluntades, crear empresas, transformar el entorno y conectar con las demandas de la sociedad, cualidades tan bien cultivadas en Silicon Valley, Corea, y en algunas áreas de Europa. Las capacidades ‘soft’ no solo han sido infravaloradas en el pasado, sino que se hacen más evidentes en la actualidad, en vista de las nuevas circunstancias descritas más arriba: en un contexto donde las posibilidades de creación de nuevos procesos y productos son casi infinitas, son las iniciativas individuales y la capacidad de concitar voluntades las que marcan el paso del desarrollo creativo. Al mismo tiempo, la disposición para el trabajo en entornos multiculturales y geográficamente dispersos se hace imprescindible en el contexto globalizado.

La Universidad Loyola Andalucía ha apostado por la innovación docente y el aprendizaje activo

El reto de la formación en el nuevo medio se ha de abordar, desde las universidades, por dos vías: ofreciendo itinerarios mixtos de forma que se pueda completar la formación técnica con programas de dirección empresarial, y revisando profundamente las metodologías docentes empleadas en las asignaturas puramente técnicas. En este último sentido, observamos ejemplos muy solventes en universidades extranjeras, como el ejemplo de Coventry University en Reino Unido, y muchas en EEUU, incluidas Stanford y MIT, así como nuestras hermanas Marquette University y Loyola Chicago.

La Universidad Loyola Andalucía, nacida en este contexto, ha apostado por la innovación docente y el aprendizaje activo, hecho que se refleja en numerosas iniciativas: Summer in Company, Loyola Teams, gamificación, clickers, etc. El proceso de implantación de la innovación docente en Ingeniería dista, sin embargo, de estar maduro. Para conocer el grado implantación real en distintas universidades, existen trabajos como el de Borrego, Froyd y Hall, de Texas A&M y Virginia Tech, circunscritos a las escuelas estadounidenses.

Pero no debemos olvidar que la formación es un largo camino que no empieza en la Universidad. Buena parte de las resistencias al cambio cultural se originan en los centros de educación secundaria y bachillerato. Sin señalar a los docentes de las mismas, que realizan un trabajo magnífico en condiciones a menudo complicadas, es claro que la universidad tiene sus límites a la hora de reconducir hábitos inadecuados, o a la hora de desarrollar capacidades muy profundas relacionadas con la psicología y el carácter del individuo, que no hayan sido debidamente potenciadas en las fases más tempranas del desarrollo de la personalidad.

En este sentido, se puede objetar que, mientras la selectividad no evalúe tales capacidades, los formadores de bachillerato no tendrán el incentivo adecuado para cambiar sus métodos. No nos extraña que los sucesivos informes PISA, que miden capacidades de orden más práctico y diverso que nuestra prueba de acceso a la universidad, nos relega a las posiciones más postreras de los rankings de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Y en la lista de los obstáculos a la innovación en la formación del ingeniero, sin buscar excusas que eludan la responsabilidad central de la universidad, debemos recordar que el contexto normativo nacional enmarca con cierta rigidez la estructura de los planes de estudio, según decretos aprobados hace casi una década. Detrás de dicha rigidez se sitúan las fuerzas que defienden las profesiones reguladas, que son un bien indudable para la sociedad, pero que en otros países encuentran caminos más flexibles para su causa.

A modo de conclusión, nos hemos asomado al futuro de los ingenieros desde el punto de vista de las causas del cambio, tecnológicas y socioeconómicas. Desde este breve análisis nos hemos planteado cuáles son las cualidades que deben poseer los futuros ingenieros para alcanzar el éxito en sus profesiones, mediante el aprovechamiento del cambio tecnológico y la proyección en la sociedad del producto de su técnica. En la búsqueda hemos tropezado con algunos frenos contra el cambio de paradigma. Al fin y al cabo, el desarrollo del talento, al igual que en los procesos de refino, solo se puede lograr si se dispone de un determinado grado de pureza en el crudo.

 

 

Autor: Gabriel Pérez Alcalá, Rector de la Universidad Loyola Andalucía

 

 

 

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